El origen de la Cruz de
las Angustias
(También llamada Cruz del Diablo, cruz de las Angustias y Cruz de los Descalzos)
(También llamada Cruz del Diablo, cruz de las Angustias y Cruz de los Descalzos)
¿Por qué se levantó
esa cruz en el atrio del convento de los Carmelitas?
Todos conocemos la célebre
leyenda de la cruz, pero ¿Cuál fue su origen? ¿Por qué se ubicó ahí?
Son
preguntas que desde niño me he ido haciendo y que mi abuelo Sabido me lo
desveló y les hago partícipes de ello. Esa cruz que ha sido ultrajada en varias
ocasiones como fue en 1936, la última hace pocos años. El 18 de febrero de
2010, el alcalde de Cuenca, Francisco Javier Pulido, con la presencia del
obispo D. José María Yanguas inauguraban la nueva cruz restaurada, tras ser
destrozada en un acto vandálico en 2004, conservando la “mano” y la base
original que data del siglo XVIII. El lugar donde se enclava la cruz es propiedad
de la familia Guardia a la cual agradezco la conservación del histórico lugar. Nos
hacemos preguntas como: ¿Hace mal a alguien? ¿Por qué ese vandalismo con
nuestra historia?
El día uno de noviembre es la festividad de todos los Santos y el día dos
de los Difuntos. Pues acercándose esas fechas y coincidiendo que era primer
viernes de mes y siendo fiesta subí a casa de mis abuelos para acompañarlos a
las Angustias. La bajada es empinada para las personas de cierta edad, pero la
subida se hace aún más dificultosa así que mi abuelo con su garrota, con cabeza
de perro, y mi abuela Florencia cogida de mi brazo, fuimos bajando escalón por
escalón hasta culminar el arco labrado en la misma roca que da paso al paraje
de la Ermita de la Virgen de las Angustias. Al llegar a la altura de la cruz de
los Descalzos mi abuela dijo ¿Le has contado a Josemari la historia de la cruz?
Si claro, pero no le he contado porqué esta esa cruz ahí. Primero hagamos la
visita a la Virgen y luego con tranquilidad y sentados se la cuento.
Así fue, pasamos a la ermita,
subimos a besar el manto y a la salida nos sentamos, después de refrescarnos
con el agua de la fuente del lugar, comenzando mi abuelo el relato:
Cada contienda castrense que se
organizaba a nivel nacional nos repercutió en Cuenca de igual manera. Una de
las más sensibles fue la que hubo con motivo de la “Guerra de Sucesión”, entre
el archiduque Carlos de Austria y el nieto del Rey Sol, Felipe V. En agosto de
1706 se presentaban ante las puertas de Cuenca cinco mil ingleses, mandados por
el general Hugo, que luchaba a favor del Archiduque. Cuenca desde que se hizo público el
testamento de Carlos II, se había mantenido firme en la causa de los Borbones
pese a los rumores, más o menos fundados, del crédito que había de darse a un
testamento que se tildaba de apócrifo o cuando menos de ilegal por las
condiciones en que el rey hechizado lo había suscrito.
Con la aproximación de las tropas
la alarma fue general.
Se distribuyeron patrullas en los adarves y cubos de las murallas que rodaban
la ciudad, especialmente en las calles de los Tintes y Retiro. Se reforzaron
las guardias de las puertas y avanzadas. Estas se establecieron en las ermitas
que rodeaban Cuenca. Comenzó la lucha librándose las primeras escaramuzas en los
campos hoy ocupados por la Plaza de Toros, Casa Blanca y de más terrenos
inmediatos a la ermita de Santa Ana, Virgen que gozaba en aquellos tiempos de
singular devoción y de cuyo nombre la tomó el arroyo que riega los jardines
impropiamente llamados “El Vivero”. Los conquenses se vieron forzados a la
retirada. La ermita fue destruida por los ingleses. Siendo imposible resultado
definitivo, con sólo el ataque troncal, las fuerzas inglesas se extendieron por
todo el cinturón de la muralla. Sus ocho piezas de artillería lanzaban constantemente
granadas, provocando incendios en dos conventos de los muchos que había en la
ciudad.
El episodio más sangriento ocurría en
los alrededores de la ermita de San Bartolomé; pequeño templo que alzaba sus
paredes en la cuesta de las Angustias: “precisamente donde se juntan las dos
sendas que a la misma conducen. Es decir, donde estamos ahora mismo, si bajáramos
hacia el Recreo Peral, descubriríamos que todavía se pueden comprobar vestigios
de su existencia”.
Cuenca no tenía guarnición militar pero
la bravura de su resistencia hizo pensar erróneamente a Hugo, el general inglés, que
contentaba con fuerzas regulares. Diez hombre mal armados y sin más
conocimientos castrenses que el dictado de su corazón español, defendían la
citada ermita de San Bartolomé. El fragor de la lucha prendió fuego en el artesonado del
humilde templo, corriendo las llamas a los alteres y enseres de materia
combustible. Siendo irrespirable el ambiente por la densidad del humo tomaron
los defensores una resolución heroica: buscando una muerte más viril que la de
perecer asfixiados entre cuatro paredes.
Nuestro protagonista, el improvisado
jefe de la minúscula guarnición, ordenó una desesperada salida. Sin vacilar
atacaron sus hombres con el mayor brío. La refriega resultó tan sangrienta que
se apagó la última vida con el último chispazo de arcabuz.
Unas doscientas varas más arriba del
heroico escenario, se levantaban el convento de frailes franciscanos (posteriormente
Carmelitas descalzos) quienes
percatados de las descargas corrieron al templo. Congregados al pie del altar
rogaban a Dios por la bienaventuranza de los que morían.
El silencio que siguió a la pequeña
batalla anunciaba el triunfo de la muerte. Pausados, con las cogullas sobre las
cabezas, salieron los monjes a cumplir la santa obligación de enterrar a los
muertos. Entre las agostadas hierbas del caluroso mes de San Lorenzo
descubrieron casi oculto en su espesura, el cuerpo del joven intrépido que tan
valientemente acaudillara al reducido grupo de héroes. El aliento de la agonía
aquejaba su lozana naturaleza. Percatado Fray Francisco de San Buenaventura,
Guardián del convento, lo llevó inmediatamente a la clausura, prestándole los
cuidados que la cuenca doméstica aconsejaba: las heridas lavadas con vinagre,
las manos sumergidas en agua fría y cuando hubo recobrado el conocimiento se le
reanimó con una taza de sabroso caldo.
Cuando el herido revivió su conciencia
dijo: “Mi gratitud sea para vos, padre; más presiento que tantos desvelos por
salvarme no han de ser provechosos. Mi vida se escapa”. Espera confiado la
voluntad de Dios – dijo el buen fraile -
y no hables: “te conviene el mayor sosiego para recibir el Sacramento de
la Penitencia, porque ante una posible contingencia bueno es que te presentes a
Dios limpio de alma. Yo te interrogaré -
responde a mis preguntas con una seña afirmativa o negativa…”
Al terminar subió presuroso la cuesta,
camino de la Calle de San Pedro, entrando en cierta casa de noble aspecto. Una
dama, discreta pero ricamente vestida, salió a poco tras el confesor. Bajaron
con grande prisa. En llegando a la puerta del convento el religioso ordenó a la
joven, que daba muestras de pesar, no trasponer el umbral, porque su condición
femenina no se le permitía. En el dintel de la casa conventual apareció a poco
el herido tendido en las tablas de un camastro franciscano.
La palidez mortal del galán y las
señales externas de la tragedia que se avecinaba, conmovió tanto a la
visitante, que no pudiendo decir palabra dio expresión manifiesta de su
sentimiento con un sollozo tan compungido, que hasta el mismo moribundo se
creyó obligado a infundir ánimos.
Los frailes que le habían traído y el
Padre Guardián se retiraron a prudente distancia, dejando en el centro del
atrio a la joven pareja. Los ayes (lamentos) y miradas decían más que las
palabras. Prometidos de matrimonio, estaban próximos a la realización de sus
anhelos, cuando sobrevino la fratricida lucha.
La vida del enamorado se iba perdiendo con la debilidad expresiva de su
rostro. Cuando ya perecía inminente, sacó una bolsa de punto que contenía gran
cantidad de monedas de oro y poniéndola en manos de su amada dijo: “Ahí tienes
la ilusión de mi regalo de boda”. Ella tomó el presente, anegada en una
turbación de sentimiento tan grande, quedando muda de emoción pasándole inadvertida
el momento de la expiración…
Sosegada la dama le dijo al padre
Lorenzo: “Este dinero debe invertirse de forma que signifique goce para ambos,
padre”. Proponiendo el padre la construcción de una Vía Sacra, cuya última cruz
se alce en este lugar, donde por última vez os acarició el amor terreno.
Magnífica me parece la idea y os encomiendo que se haga sin demora.
Cumpliendo los deseos de la dama, el
buen fraile encargó a los artífices de Arcos de la Cantera la Cruz, que durante
doscientos cuarenta años ha dado al paraje de las Angustias el ambiente místico.
Dice el protocolo histórico del
Convento que estando ya erigida la Cruz, sólo a falta de bendición solemne,
murió repentinamente el padre, cuando se hallaba acompañando al Sr. Obispo en
visita pastoral.
Y después de la narración sin decir
palabra comenzamos el ascenso hacia la Plaza Mayor, hicimos un descanso en el
camino porque la escalinata se lo merecía. Hablando mi abuela Florencia, te la
has aprendido bien, si abuela, no se me olvidará. Pues recuerda que la cruz es
y será siempre un símbolo de amor y no de tortura.
Cuenca, 31 de agosto de 2014
José
María Rodríguez González. Profesor e Investigador Histórico
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